Tartacay es una ensenada chiquita, un proyecto que la Naturaleza olvidó culminar. Apenas llegan tres o cuatro parejas con sus tubulares, cordeles de pesca y equipos de buceo. Las jóvenes pitucas se imaginan estar en Máncora o Punta Sal, con sus sombreros de paja y gafas de oferta en Saga Falabella.
Ahora tienden las toallas y se aplican bloqueador unas a otras hablando una sarta de sandeces. Jamás en su cabeza de alcornoque anidará referencia alguna a la contaminación de las trasnacionales ni a la resistencia de los pueblos frente al saqueo de los recursos naturales. Pegado a las peñas como sus antepasados desde el Pleistoceno, un equinodermo razonaría mejor que esas burbujas inútiles, modelos de pasarela.
—¿De dónde? —preguntó una de ellas, dándose vuelta para dorarse por el lado más rico.
-De California, o sea, qué te digo, Pasadena —explicó la otra, a su modo. 
Son seres anoréxicos que no conversan como las personas normales. Solamente alardean, añaden, modifican.
—Mostro —aprobó su interlocutora, buscando a tientas los cigarrillos, no porque se le antojaba fumar, sino porque era parte del ritual determinado por su mapa conceptual donde se circulan con crayola los elementos playa, bronceador, gafas, tabaco rubio, cerveza helada. En realidad, la palabra es monstruo, pero mostro se entiende mejor en ese mundo en que el concepto pueblo, el concepto solidaridad, el concepto lucha, les provocan repulsión. O, como ellas dicen, guácala.
— ¿Vas al shower de la Silvana?
—Ay, no. Segurito va a estar ahí la aturdida esa de la Vero. No la puedo ni ver, la odio. Olvídate.
—Igual yo. Pero quiero ir, voy a ir.
Sobre las peñas recalentadas por el sol de diciembre, los pescadores amateur buscan carnada entre las algas: gusanitos oscuros que se retuercen al ser separados de su hábitat. 
Las conversaciones giran en torno a carros, hembritas, juergas recientes, viajes. No se diferencian mucho de sus parejas en cuanto a convencionalismos sociales.
—En Malabrigo jateamos en un depósito. Qué bestia.
— ¿No había nada?
-Nada y encima estaba amaneciendo. Tú llegas, te ofrecen parihuela y chelas. Los carros los encargas a unos patas del Ministerio de Pesquería, o sea, estás a tus anchas, loco.
—La gente del norte es así. Y no te piden nada. O sea, si tú les das, te lo agradecen. Y si no, igualito nomás. 
—Vamos por rancho, muchachos. Esas flacas están ahí tiradas, tostándose el trasero. Que se pongan a trabajar y se ganen su día, loco.
—Que justifiquen su existencia.
—Y más tarde, loco, a darles duro.
—Como en tiempo ‘e choclo.
—Ja, ja, ja.
A lo lejos, las aludidas se intrigan por saber de qué conversan sus hombres.
— ¿De qué se reirán esos tarados?
—De lo que hablan ellos mismos. Y vienen con las manos vacías. No han pescado nada esos cojudos, me muero.
— ¡Chiiiicos! ¿No quieren comeeeer?
— ¡Nosotros somos caníbales, solamente comemos gente!
— ¡Ay, todavía no nos han cocinado, qué mala sueeeerte!
— ¡Cállate, oye, porque se te ha pasado la fecha de vencimiento!
—Ay, que malos, vieja me han dichooo!
— ¡Ja, ja, ja!
Tartacay puede ser escenario del despertar del mundo así como taberna a cielo abierto. Las camionetas 4 x 4 aguardan el retorno, custodiadas por dos vigilantes armados.
—Estos gringos tienen pa’ rato. Vamos a comer algo, broder. Para nosotros han separado atún, limones, ajicito y galleta ‘e soda. Agua mineral hay en el botellón.
—Sí, pa’ rato tienen. Avanza nomás, porque todavía no termino con el carburador.
A orillas del mar, los pescadores de gafas ahumadas, gorrita y bermudas han armado sus carpas con encendidos colores.
Al desaparecer el ruido de voces y risas, los carreteros emergen de sus madrigueras, sin dejar de levantar las diminutas pinzas color violeta.
Desde lo alto, la fragua maravillosa del Sol nos regala el calor, la energía, la iluminación, la vida.
 
 FIN
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Excelente crónica Rolando, para notar la diferencia que existe entre cierta gente de alma vacía de aquellos que pueden escribir una agradable nota con sencillez y armonía
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