Néstor Roque Solís (*) 
En la década de los años 60 y 70 comprobé en el valle Huaura Sayán la existencia de mucha  flora y fauna que hoy algunos ya no existen. En el pasado el valle era una zona alegre de ruiseñores, canarios, jilgueros y en el rio existía todo tipo de peces y crustáceos que ayudaban a completar el menú de la familia. Hoy en el valle Huaura con el monocultivo de la caña de azúcar que luchan su propiedad dos grupos económicos con bala y fusil,  es un territorio que perdió su encanto y libertad para transitar con tranquilidad por Humaya, Vilcahuaura, Chambara, Andahuasi e Irrigación Santa Rosa.
Me pregunto si con estos pequeños artículos y charlitas  de socialización cada cierto tiempo  podremos limitar en algo los altos índices de contaminación e inseguridad en la provincia y en la región, frente a la nube negra que genera ingenios azucareros, industriales y metalúrgicos y el inmenso parque automotor que cada día pone la vida del planeta entre la espada y la pared.
Lo que ya se puede afirmar sin temor a equivocarse es que los trastornos no serán uniformes a lo largo y ancho del planeta. Se traducirán sobre todo en una exacerbación de las condiciones climáticas extremas que, si bien golpearán en primer lugar a los más vulnerables, no dejarán a salvo tampoco a los poderosos dioses del mercado del planeta. El efecto invernadero se acentuará, aumentará la temperatura del globo, el ciclo del agua será más rápido, la evaporación será mayor, el tenor de vapor de agua en la atmósfera será más elevado. El efecto de pantalla se acentuará, mientras que las lluvias se intensificarán en todos los continentes. 
El ascenso del nivel del mar, alimentado por el derretimiento de los hielos polares, fragilizará el litoral marino, acarreará la salinización de los deltas así como la inundación de archipiélagos y zonas costeras. Recurrentes sequías reducirán la extensión y variedad de los espacios verdes y agravarán la escasez de agua potable. Al conjunto de estos desequilibrios se agregará un incremento en la frecuencia de las catástrofes naturales: ciclones, inundaciones, incendios forestales y derrumbes de tierras como la que ya vemos en la región. 
Ya hubo advertencias en la provincia y la región en los años 1997-1998, el fenómeno de El Niño ocasionó perturbaciones y daños de una intensidad hasta entonces desconocida en el entorno del Océano Pacífico. Es cierto que algunos ecosistemas pueden adaptarse a los cambios climáticos, pero sólo al precio de modificaciones radicales, densas de consecuencias en sí mismas. Por su acción fertilizante, el CO2 en alta concentración favorece el crecimiento de las especies vegetales más vigorosas, en desmedro de las más débiles que dejan de existir en nuestros territorios.
El impacto de las variaciones de la temperatura sobre la salud humana es objeto de múltiples análisis prospectivos y multidisciplinarios, pero a primera vista las conclusiones no son espectaculares, tantas son las posibilidades de adaptación del ser humano. Por supuesto, tanto las olas de calor como las de frío se acompañan con picos de mortalidad y, en los países del sur, es enorme el tributo que se paga a los ciclones, las inundaciones y erupciones volcánicas. Se sabe además que el aumento del flujo de rayos ultravioletas agrava considerablemente los riesgos de cánceres cutáneos y altera el sistema inmunitario. Por otra parte, las partículas en suspensión (aerosoles) liberadas por la combustión fósil debilitan el aparato respiratorio y son el origen de enfermedades crónicas que ya padecen muchos de nuestros niños. 
Sin embargo, el principal peligro no está allí, sino en la dependencia humana respecto del medio ambiente. Las migraciones que están dejando zonas despobladas en comunidades campesinas, la concentración poblacional en el medio urbano cada día es más agresiva, la disminución de las reservas de agua, la polución y la pobreza, crearon desde siempre condiciones propicias para la difusión de microorganismos infecciosos. No obstante, la capacidad reproductiva e infecciosa de muchos insectos y roedores, vectores de parásitos o de virus, está en función de la temperatura y humedad del medio. Dicho de otro modo, un alza de la temperatura, por modesta que sea, es luz verde para la expansión de numerosos agentes patógenos para el animal y para los seres humanos.
Según los informes del Área de Salud se incrementan cada día enfermedades parasitarias como el paludismo, las esquistosomiasis y la enfermedad del sueño, o infecciones virales como el dengue, ciertas encefalitis y fiebres hemorrágicas, ganaron terreno en los últimos años. Sea que reaparezcan en sectores de donde habían sido erradicadas, o que afecten actualmente regiones que hasta ahora estaban a salvo. 
Igual se multiplica el número de enfermedades trasmitidas a través del agua. El recalentamiento de las aguas dulces favorece la proliferación de bacterias; el de las aguas salinas -en especial si están enriquecidas con efluvios humanos- permite la reproducción en cadencia acelerada de los fitoplánctons, auténticos viveros de bacilos del cólera que se incrementará mucho más en los sectores pobres de la población. 
Paralelamente, nuevas infecciones surgen o se expanden más allá de los nichos ecológicos en los que estaban confinadas hasta el momento. Pese a sus progresos, la medicina queda inerme ante la explosión de tantas patologías inesperadas. La epidemiología de las enfermedades infecciosas -aún hoy responsables de un tercio de los decesos- podría tomar un nuevo cariz en el siglo XXI, en particular con la expansión de las zoonosis, esas infecciones trasmisibles del animal vertebrado a los seres humanos y viceversa de acuerdo a los últimos informes  de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). 
De todos modos, el problema va más allá de la regulación y transferencia del "derecho de contaminar". Desde hace algunos años, algunos economistas unen sus preocupaciones a las de los ecologistas. Calculan el valor de los ecosistemas o "activos naturales", evalúan el precio de su degradación, el sobrecosto de los retrasos en el establecimiento de medidas de reducción de la polución, así como los beneficios potenciales engendrados por la aplicación de tecnologías nuevas. En suma, llevan a los industriales a valuar los beneficios que podrían extraer de la preservación de los recursos naturales. De todos modos, la aparición de la noción de "rentabilidad de la lucha contra la polución" no alcanza y en una economía que se traduce sólo en términos de intercambio, no hay una mano invisible que guíe al mercado hacia el mayor bien para todos.
A pesar que nuestro trabajo interinstitucional es solo un granito de arena para despertar la conciencia infantil. Sin duda, sería aún más eficaz introducir un programa más integral desde el jardín de infantes una "educación medioambientalista" y enseñar una renovada geografía física y humana. Para despertar a todos a una conciencia planetaria, esta educación debería subrayar la interdependencia entre los humanos y la tierra e insistir sobre la evolución de los ecosistemas y la vida humana con la chimenea de humo negro desde el cigarro que se fuma hasta la pesada industria del mundo desarrollado. 
En resumen amigos lectores estamos entre la espada y la pared. Cuanto más desarrollo industrial más contaminación ambiental, por ese camino debemos transitar los próximos años, dejando en el camino a muchas especies que agonizan su existencia por la voluntad insensible del hombre. Pregunto: ¿Dónde está la sostenibilidad y sustentabilidad del desarrollo que ponemos con facilidad en proyectos y estrategias de inversión con responsabilidad social? 
Huacho 24/08/10
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(*) Presidente del Instituto de Gobernabilidad IGDC
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